Los más jóvenes probablemente no lo recordarán. Para esto hay que ser un cincuentón. Vamos, que son recuerdos del paleolítico superior. Pero para dejar constancia voy a explicar de qué estamos hablando. El bañador, nunca traje de baño, y más concretamente el bañador Meyba, es lo que usaron para ir a la playa nuestros padres y tíos desde los años 60 hasta principios de los 80.
Esta afamada marca nació en Barcelona. En los años 40, sus fundadores, los señores Mestre y Ballber, tuvieron a bien unir las primeras sílabas de sus apellidos, Me y Ba, y con ellas pasaron a la posteridad. Años después surtieron de ropa deportiva a aquel Barça que tantos títulos obtuvo. Sin embargo, fue con sus bañadores con lo que alcanzaron la gloria.
El bañador debía ser indefectiblemente de cuadros. Mayores o menores, monocolores, bicolores o multicolores, pero de cuadros. Se distinguían del resto porque llevaban bolsillos laterales para guardar el paquete de tabaco y el mechero, porque en aquellos años, y aunque no se lo crean, todo el mundo fumaba. Otra característica era el cordoncito. Haciéndole una coqueta moña servía para ajustar en su sitio el bañador, ya que no había elásticos como los de ahora y el cierre se hacía con uno o dos preciosos botones de los de cuatro agujeros.
Llevar un Meyba era símbolo de ser mayor. Ningún joven lo llevaba. A los niños nos ponían unos bañadores cuyas perneras solo llegaban un poco por debajo de las ingles, aunque no mucho, lo que hacía que nuestras escuálidas piernas del glorioso desarrollismo español pareciesen aún más escuálidas. Hasta que íbamos creciendo y nos poníamos un pantalón de deportes o cualquier cosa, porque en aquella época daba igual. Cualquier cosa, menos un Meyba, claro, porque eso era solo para hombres hechos y derechos. Si algún adolescente se ponía uno era señal de que prometía, de que era un niño morigerado y de bien, un viejoven en toda regla. Eso hacía suspirar a las madres, que lo imaginaban su yerno, a la par que provocaba el profundo rechazo del resto de adolescentes, lo que se solía traducir en constantes ahogadillas, más o menos largas, que hoy día podrían ser consideradas intentos de homicidio.
El Meyba de cuadros era la oposición de aquellos marcapaquetes de efímera tela que solían ser negros o estampados y que habitualmente llevaban los chulillos de barrio y los macarrillas. También solían usarlos aquellos especímenes de macho ibérico español que, llegando el verano, salían con los calores a la desenfrenada caza de alguna mujer. Esperaban que, viéndoles el viril bulto, a ellas se les hicieran los ojos chiribitas. Los chulos llevaban en la mano un paquete de cigarrillos Craven-A y un mechero, a ser posible Ronson; los macarrillas se lo ponían en el elástico lateral y se colgaban las gafas de sol de la cadena de oro o de plata modelo lomo de corvina (a la sal).
No piensen que el Meyba de cuadros se llevaba de una única manera, había dos. Los menos se lo colocaban por debajo de la barriga, pudiendo darse el efímero lujo de solicitar a la dependienta una talla 38. Los más, los hombres de bien, todos aquellos adustos padres de familia de los de toda la vida, se lo ponían a la altura del ombligo, incluso tapándolo. Esto, unido al tamaño de sus barrigas y al colorido surtido que ofrecía a la sazón la casa barcelonesa, los hacía visibles en varios kilómetros a la redonda.
Cuando estos padres, que se bañaban poco o nada, se juntaban en la orilla de la playa con sus manos a la espalda, el espectáculo era digno del National Geographic. Eran ballenatos varados en la Patagonia.
Y ojo que no todos los bañadores eran Meyba. Algunos habían sido confeccionados por sus amantísimas y hacendosas esposas siguiendo los patrones del Burda, revista femenina por excelencia, y con las telas de alguna tienda del ramo. Salvo estas excepciones de fabricación casera, en aquella época cada producto tenía un nombre: el papel de aluminio se llamaba Albal, el jabón para lavar vajillas Mistol y todo bañador a cuadros, Meyba.
Luego todo cambió y devino en desastre. Los padres de bien comenzamos a usar los bañadores de colores surtidos de Decathlon. Su precio (4,99 €) permitía tener varios e ir supliéndolos según las manchas propias de criar niños, una tarea que ni nuestros padres ni nuestros tíos vivieron; ellos estaban fumando en la orilla.
¿Y a qué viene todo esto? Pues a que se acerca el verano y a que según pasan los años cada vez te acuerdas cada vez más de los viejos tiempos… y a que esta mañana me he comprado uno. ¡Nos vemos en la orilla!
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