No sé si soy víctima de la era tecnológica en que vivimos, pero cada vez me cuesta más aguantar la mirada fija en la tele mientras veo un partido de fútbol. Supongo que hay algo de eso, pero también estoy seguro de que el fútbol me parece cada vez más aburrido. A este deporte llegamos por los goles (en mi caso, los de los años noventa), y como somos conscientes de que la felicidad no es sostenida, al menos pedimos que haya ocasiones: el oxígeno del “¡uy!” nos mantiene vivos; el bostezo acaba con la vigilia. Y yo ya me he despertado más de una vez con el susto que provoca que la publicidad entre a mayor volumen que la narración de los partidos, como si la televisión estuviera marcando que lo importante empieza después del pitido final.
Reconozco que puedo pecar de exceso de nostalgia al defender que el fútbol de antes era mejor, pero así me lo parece. O, por lo menos, era más espectacular, sucedían más cosas que ahora, cuando los entrenadores cobran más protagonismo (y más dinero) que nunca. Nadie sueña de niño con ser entrenador, sino con ser futbolista, y aquí está el principal problema del fútbol actual: nos sabemos el nombre de demasiados técnicos. O místeres, que ya hasta la RAE recoge la acepción de “entrenador deportivo, especialmente de fútbol” de este anglicismo, que en un principio se utilizaba como señal de respeto (“señor”) hacia el entrenador, normalmente inglés en los albores del fútbol en nuestro país.
Los analistas amateurs que circulan por todos lados me dirán que mi problema es el desconocimiento para saber desenredar la maraña de flechas, círculos, mapas de calor y estadísticas inverosímiles y poder apreciar este fútbol trigonométrico, como si fuera necesario conocer el nombre de todos los órganos sexuales y reproductivos para hacer uso y disfrute de ellos. Lo estamos complicando todo al querer racionalizar lo emocional, y no hay nada más emocional que el fútbol (y el sexo).
Hace más de 60 años, cuando el Dalai Lama se exilió a la India, lo hizo después de preguntarle tres veces al oráculo qué debía hacer ante las amenazas que había hacia su persona. Tras las dos primeras, la respuesta fue negativa. A la tercera, el espíritu protector del Dalai Lama le dijo que se marchara del Tíbet. En sus memorias, el Dalai Lama lo justifica así: “Estoy seguro de que el oráculo sabía desde hacía tiempo que debía irme el 17 de marzo, pero no me lo dijo por miedo a que se supiera. Si no había plan, nadie podía conocerlo”. Fantaseo con un fútbol así, con futbolistas sometidos únicamente al oráculo de su talento y su instinto, sin tantos planes programados en su cabeza por sus entrenadores, que hacen que todos sepamos qué va a ocurrir, empezando por los defensas contrarios.
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